Me robaron el río,
con sus inmaculados cantos rodados,
con el dulce andar de su ruido.
Me quitaron su penetrante aroma ferrosa
y los batracios tonos agudos intermitentes
que llaman al amor en noches estivales.
Me arrancaron la fresca paz envolvente de su manto
que me mecía en cada tropiezo,
el mágico halo nebuloso
que hace las mañanas albas y lúcidas
y los serenos atardeceres
con sus infinitos guiños plateados.
Me privaron de su particular manera de reír entre las gélidas nieves invernales, de su anuncio vital de diamante con su líquida resistencia a la inclmente temperatura.
Me dejaron en ese páramo incierto, yermo desierto vital, donde las voces suenan a pesadilla y los espejos son viejas fotografías.
Mi andar se hizo árido y lento, cegado por las sombras de árboles muertos. Arrastraba infinitas cadencias heredadas por la senda estéril de huesos sin piel.
Mis días se llenaron de abismos y los precipicios rodearon mis pasos. Los valles fueron simas insondables y los vergeles, sueños de vidas que no eran mías.
Pero entre tanto ocre pétreo terreno siempre sentí el susurro de la acequia compañera que atenta probaba a guiarme.
Y fueron sus palabras los renglones, fue su escasa agua el curso y fueron mis piernas sus pupilas y seguí su buen dictado.
Regó el azarbe el camino de mi nuevo nacimiento y abandoné para siempre la cárcel de sal. Se rompieron en mil añicos los barrotes de sol implacable.
Y los conocidos jardines se mostraon tridimensionalmente níticos. Infinitos puentes de plata me deslizaron a las montañas hogar de mi alma.
Al amparo ahora de la sombra de mis glorias me regalo asiduaemente cada día el tiempo robado, cargado de frescos ruidos y fértiles silencios.
Soy árbol, nube y espuma y nunca, nunca, nunca más volveré a ser arena.
Pido perdón por mis ínfulas de poeta que ni soy ni seré jamás, pero hay sentimientos y emociones cuya única expresión es el género de las liras.