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El otro día, en una conversación en confianza y seguirdad, compartiendo con alguien parte de la horrible mochila que el terrorismo machista incrustó en mi espalda, le decía que no sabía cómo referirme a mi ex y siempre utilizaba un sinfín de términos despectivos, que iban desde del más ligero el innombrable hasta el manido cabrón, pasando, por supuesto, por el maltratador. Entonces la persona con quien hablaba me contestó con una ironía ácida como la que a mí me gusta: «Yo, en casos así, suelo referirme a él como el difunto», lo cual me hizo reír mucho y bien.
Esto que comentábamos ocurre porque, ciertamente, si alguien nos ha hecho daño evitamos decir su nombre por una razón neuronal bastante lógica: cuando nuestro cerebro activa un signo lingüístico lo que hace es poner en relación dos realidades materiales: una sensible, esos sonidos que oímos o esas letras que vemos (perdóneseme el pleonasmo), y otra no perceptible en el momento, que es esa parte de la realidad a la que se refiere la palabra. De ahí que, casi de manera instintiva, usemos esa suerte de eufemismos con que aludimos a personas que no queremos recordar realmente.
El mismo camino lo solemos hacer también a la inversa: cuando las personas están enamoradas, suelen gozar escribiendo el nombre de la persona amada o pronunciándolo en voz alta. Así nos lo ha devuelto durante siglos el arte de las palabras y la ficción audiovisual en nuestro tiempo. Nombres propios que dan títulos a canciones y bautizan barcos o se tatúan en las pieles… Y no es asunto baladí, ya que el nombre de nuestra amada o nuestro amado nos acerca a esa persona que no está presente y lo repetimos con deleite para sentirla.
Esta descripción científica del fenómeno de la comunicación lingüística que estoy contando, aparentemente tan sencilla, ha proporcionado un arma peligrosa a algunas manos. Durante siglos, por ejemplo, los gramáticos, al servicio del poder, nos bombardearon con preceptos que intentaron encorsetar la lengua, explicando qué términos se podían usar y cuáles no.
Pero no solo se trata de que con un signo lingüístico actualicemos una realidad que podemos querer o, por el contrario, no desear tener presente, sino que el fenómeno de las relaciones entre signo y referencia va mucho más allá. Cuando yo estudiaba, hace más de un cuarto de siglo, siempre se nos ponían de ejemplo estudios que comparaban a un hablante europeo y uno esquimal, en los que el primero, ante una paleta cromática solo veía blanco, mientras que el segundo distinguía perfectamente una amplia gama de colores. Esto se explica porque la lengua del esquimal gozaba de una palabra distinta para cada uno de esos blancos y los entiende como diferentes y no como tonalidades, mientras el europeo solo conocía un único término. Hoy en día, con los avances tecnológicos, conocedoras de la plasticidad del cerebro, esto no nos sorprende lo más mínimo e incluso podríamos justificarlo neurológicamente, llegado el caso.
Volviendo al carácter armamentísitco que puede suponer el lenguaje, tan importante es el mapa lingüístico con que concebimos el mundo que la historia insiste en recordarnos mil y un intentos de manipulación a través del lenguaje: Mussolini prohibió el uso de extranjerismos en italiano durante su mandato, la burguesía hablaba de pobres y ricos, en vez de burguesía y proletariado, en momentos de convulsión social, en un intento de dormir la conciencia de clase, los esclavos pasaron a llamarse siervos… Precisamente por esta singularidad, el gran visionario George Orwell nos regaló, en la fantástica 1984, este fenómeno manipulador llevado al extremo en la creación por parte del poder opresor de la neolengua.
Desgraciadamente, no solo podemos rastrear este fenómeno en el pasado: en nuestros días estamos asistiendo a otro intento importante de manipulación lingüística que no ha pasado desapercibido a muchas personas. Piensen en cuánto tiempo hace que no oyen en casi ningún círculo proletariado, clase trabajadora, burguesía… Ninguna de estas clases sociales ha desaparecido, pero nombrarlas significa recordar la realidad material de la que parte el análisis político que debería sustentar una revolución. Ahora se habla de gente, en vez de pueblo, ya no se nombra la burguesía opresora, sino que hay una suerte de un 1% que suena más a hermano mayor que nos vigila que a una clase social.
Esta neolengua, con permiso del maestro, ha invadido todo terreno de lucha social y, cómo no, se ha cebado en el feminismo, el movimiento más peligroso para el sistema patriarcal capitalista en estos momentos. El 8 de marzo era el día de la mujer trabajadora para los países con regímenes socialistas porque querían diferenciarla de la mujer burguesa, pero el feminismo, aplicando el análisis materialista necesario, nos trajo a la lucha un hecho innegable: el trabajo invisible que la mujer hace de manera esclava es la base de nuestra opresión y, además, de todas las desigualdades, con lo cual, el término trabajadora sigue siendo de vital importancia para marcar nuestra realidad… Hace ya casi medio siglo que el 8 de marzo es solo el día internacional de la mujer, ya no trabajadora. Unido a este borrado de términos peligrosos para el sistema, podemos señalar que ese trabajo esclavo de las mujeres no tardó en llamarse reproductivo para diferenciarlo del trabajo remunerado que el sistema sí reconoce. Sin que vayamos a festejar una denominación que barnizaba la realidad con una pátina de otredad, subordinándolo al trabajo productivo, al menos mantenía la importantísima palabra trabajo. El silenciamiento de esta realidad material ha llegado al súmmum con lo que llaman la lengua woke, donde ha sido reducido a la odiosa cuidados.
Si algo nos enseñó el materialismo es la necesidad de utilizar la metodología científica en el análisis para poder dar una respuesta correcta. El lenguaje científico crea neologismos cuando no queda otra, pero no es esa su meta, ya que la jerga científica ha de ser funcional en su fin siempre. Incluso en el supuesto de que el análisis científico de la realidad nos devolviera una imagen diferente a la que recoge el término, mutarlo de manera artificial resulta a todas luces absolutamente improductivo para la función descriptiva del término. La palabra átomo significaba en griego indivisible; hoy en día sabemos perfectamente que no es así, pero a nadie se le ha ocurrido sustituirla por otra.
Cambiar la terminología en el análisis político solo puede responder a intenciones populistas, ergo manipuladoras y sospechosamente al servicio del sistema imperante. Es una táctica sutil y de difícil percepción. A las feministas no nos saltaron las alarmas cuando la Academia americana, poco habituada y menos aficionada al materialismo marxista, sustituyó el término clase, aplicado a la mujer y al hombre, por género. Ahora la sinrazón ha pulido con un paño indefendible toda la teoría feminista, no solo inundándola de absurdidades, como mujer cis, género fluido y otras sandeces variopintas, sino también ha llegado incluso a negar su propio sujeto político, en un intento feroz de desmontar todo el movimiento.
Urge, por tanto, recuperar la terminología nacida del análisis científico de la realidad material, volver a hablar de patriarcado, trabajo esclavo de las mujeres, opresión, feminismo, mujer como clase… y evitar caer en la telaraña posmoderna. Acabo de leer un interesante artículo de tinte feminista en un medio que nos es afín y, a pesar de que su contenido era ampliamente acorde con mi base ideológica, me ha costado tal infierno leerlo que, llegado un punto, he tenido que dejarlo. ¿La razón? El uso continuo de la terminología woke. Últimamente asistimos con más frecuencia de la que nos gustaría a este fenómeno que, aunque en principio pueda parecer solo curioso, es más grave de lo que parece. Si aceptamos su manipulación lingüística, estamos abriendo la puerta de nuestras casas al enemigo, no oculto en un caballo de madera, y participamos directamente en el borrado mental de una realidad material que llevamos 300 años intentando cambiar.
Recuerden el viejo dicho: lo que no se nombra no existe.