Análisis político materialista del papel del hombre en la lucha feminista
Aunque no se encuentra entre los que más me han afectado o traumatizado, tengo muy vívidos y presentes (siempre hay que tenerlos) los recuerdos de una agresión que sufrí en mi divino tesoro allá en los fantásticos noventa. No voy a entrar en detalles desagradables, porque no es mi intención hacer revivir a ninguna los abismos de dolor que el terrorismo machista imprime en nuestras personas. La agresión se solucionó, afortunadamente, antes de que la violencia física se extremara, con un ejército de limpiadoras que irrumpieron mágicamente en el aquel rincón de la facultad donde el innombrable (desgraciadamente nunca olvidaré su nombre) me tenía aprisionada dispuesto a violarme sin miramientos: aquella aparición hizo que me soltara y yo pudiera echar a correr. De todo este horror que estoy actualizando me interesa mucho el detalle de que el joven en cuestión, era un habitual de los círculos feministas de estudiantes del momento; era de los que organizaba el 8 de marzo con nosotras y le gustaba encabezar las manifestaciones…
Lo más llamativo es que no es el único con historial de agresiones misóginas que engrosa la lista de los conocidos que llevan décadas inmersos en nuestra lucha. Tengo nombre y apellidos de un puñado de ellos que siguen a día de hoy implicadísimos en el movimiento de liberación de las mujeres. La razón de que estos hombres se involucren tanto en movimientos feministas es la misma por la que los pedófilos y pederastas buscan siempre ambientes en los que puedan estar rodeados de niñas y niños: nada garantiza más a estos depredadores un ambiente repleto de mujeres que los colectivos feministas.
Sin embargo, la prevención contra ellos y convertir los espacios de lucha en espacios seguros para las mujeres no es, ni de lejos, la razón de más peso para cuestionarse la presencia masculina en el feminismo. A este respecto, puedo decir que, aunque no tengo un análisis basado en evidencias científicas, no dudo que, de tenerlo, el porcentaje de misóginos violentos entre los hombres que se implican en nuestra causa es muy similar al que existe entre todos los hombres en general. Es un análisis estructural (bendita escuela académica que me formó) lo que necesito para explicar este punto nada exento de conflicto.
Para empezar, me gustaría hacer, a este propósito, un poco de historia, aprovechando el trabajo de tantas y tan grandes mujeres que dedican y dedicaron tiempo y cerebro a los estudios feministas. No voy a extenderme bibliográficamente, porque esto no es ningún trabajo académico, pero sean nombradas, por haber sustentado y sembrado mis pensamientos y todas mis dialécticas feministas, algunas de las grandes: Ana de Miguel, guiada y presidida por Celia Amorós, o las propias Shulamith Firestone, Kate Millet o Gerda Lerner, entre muchas.
Así es que, según he aprendido de las grandes teóricas, el lento pero eficaz movimiento feminista empezó siendo abrazado y amparado por muchos varones (que no pienso nombrar, por la sencilla razón de que así puedo hacerlo, sin más). Tanto sus gérmenes, antecedentes e inicios, como toda su andadura durante casi doscientos años o siglo y medio, dependiendo de la teoría a la que nos adscribamos (yo soy más de la de Amelia Valcárcel, la de los doscientos años), se vio salpicada de figuras masculinas con diferentes papeles en cada momento o situación. Así llega nuestra causa al último cuarto del pasado siglo.
En los años sesenta se producen innumerables movimientos subversivos en lo largo y ancho del planeta con una fuerte ligazón con el movimiento obrero y su sustento ideológico: el materialismo marxista. El feminismo no fue ajeno a ellos y el contagio hizo que se empezase a aplicar el dogma materialista al análisis feminista. Así nace lo que hoy conocemos como feminismo radical, que se diferenció del liberal (no lo entendamos, por las diosas, en el sentido capitalista del término) por sus tesis. Sin detenerme, porque no es el momento ni el lugar, en todo el detalle de los estudios de nuestras antecesoras, aplicando dicho análisis materialista, es decir, análisis científico de una realidad material, queda asentado en la teoría feminista a partir de los años setenta que la mujer representa una clase sexual oprimida y el hombre la clase sexual opresora. El concepto de clase sexual sería sustituido más adelante por el de género, que quedó fijado en la teoría feminista y todas sus aplicaciones a partir de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer en Beijing 95.
Este análisis de las radicales va a suponer un punto de inflexión en muchos aspectos; de hecho, ellas empezaron a llamar al movimiento movimiento de liberación, ya que de eso se trataba: movimiento de liberación de la mujer con respecto al hombre, entendiendo ambos términos como una clase, similar, aunque no igual, a las clases sociales. Esta opresión, según las teorías del radicalismo feminista, es la que sostiene todas y cada una de las demás opresiones y desigualdades, es la base de todo (imprescindibles aquí Firestone y Lerner)
Además, las feministas radicales establecen cuáles son los medios de esta opresión estructural en todos los ámbitos: público y privado. Lo personal es político, ¿recuerdan?. Sientan las bases de décadas de estudios de género que nos enseñaron que la mayoría de nuestras conductas sociales son fruto de esta socialización desigual y opresora.
Esta es la razón por la que, cuando hablamos de violencia machista, hablamos de violencia estructural, por la que decimos que nada tiene que ver que un hombre agreda una mujer con que una mujer agreda a un hombre, por la que cuando hablamos de sexismo lo hacemos solo en una única dirección: la del opresor a la oprimida.
A partir de este punto de inflexión, la perspectiva feminista impide no solo que el sexismo se pueda entender de manera bidireccional, sino también que la presencia de los hombres en nuestros espacios de encuentro de lucha pueda suponer un riesgo comparable a la presencia de empresarios en la lucha sindical, aplicando siempre, el análisis materialista antes descrito.
Estas tesis no fueron abrazadas por todo el movimiento feminista, que siguió su evolución por diferentes corrientes que derivan de aquellas dos grandes: el feminismo liberal y el feminismo radical. Relacionado con esta circunstancia de manera indirecta, está el hecho de que no todas las feministas vean con buenos ojos ni entiendan que el papel de los hombres en el feminismo es el de soporte desde la sombra y lucha contra la estructura que sustenta nuestra opresión, el patriarcado, atacando a la raíz, pero apoyando desde la retaguardia y enfrentándose a sus semejantes de sexo biológico en todos los ámbitos.
Las normativas que intentaban fomentar la presencia de mujeres en diferentes espacios, han sido muy hábilmente utilizadas por el engranaje patriarcal, con milenios de funcionamiento y aprendizaje, recordemos, en nuestra contra y, desgraciadamente, colectivos que impidan la presencia de hombres no son legales. Por ello tanto en partidos políticos, como asociaciones, agrupaciones… debemos darles entrada, nos guste o no. Es a ellos, si realmente están concienciados, a los que les toca apartarse y jugar un papel simbólico. Al sistema le conviene que los hombres estén presentes en todos nuestros espacios, porque están socializados para hacer valer sus privilegios casi de manera inconsciente e impiden, así, en numerosas ocasiones, la participación activa de las mujeres en debates o dialécticas diversas.
A nosotras nos toca hacer análisis materialista y pensar que el hombre que sostiene la pancarta a nuestro lado el 8 de marzo no solo puede ser un agresor contra la mujer, sino que también es una pieza que el patriarcado necesita para seguir funcionando. Otra jugada maestra más del sistema quintacolumnista que nos domina.