Aunque no se trate de nada bélico… o sí.
Explica la grandísima Marie-France Hirigoyen, en su imprescindible El acoso moral, cómo el maestro Sun Tzu nos enseña en su obra El arte de la guerra, escrita en el siglo V a.C., a dividir al enemigo para ganar batallas antes de empezar la lucha:
«…altere su confianza haciendo que sus mejores oficiales cometan acciones vergonzosas y viles, y no deje de divulgarlas»
En los últimos días hemos asistido de manera desconcertante muchas feministas a un triste espectáculo de enfrentamiento bastante violento en redes sociales de mujeres muy válidas que admiramos y seguimos fielmente. Es cierto que esto no es nuevo y que yo misma caí en esa trampa en diversas ocasiones posicionándome de un lado y, consecuentemente, perdiendo la batalla contra el patriarcado. Afortunadamente, aprendí del error y procuro evitar, con relativo éxito, encumbrar o denostar a ninguna feminista por algo que haya dicho o hecho.
Muy relacionado con esto, hace tiempo que mi incansable cerebro cocina una reflexión que tengo ganas de compartir con el mundo, pero que permanece desde hace tiempo en el fondo del congelador sin atreverme a sacarla a la luz de una vez por todas. Actúa en esta conducta el síndrome de la impostora, que reina mis días desde que tengo memoria, pero también el poder de una meditación lógica de hasta qué punto el simple hecho de airear ciertos hedores inoportunos no será contraproducente a nuestra causa.
Milito en el lado de las personas perdedoras desde mi más tierna infancia. Nacida y crecida en la clase trabajadora, no tardé en desarrollar mi identidad política por razones obvias. Desde bien pequeña tuve curiosidad por entender por qué los esclavos no se rebelaban en las sociedades esclavistas, por qué el campesinado no se levantaba contra los señores en las sociedades feudales… por qué la humanidad no se había enfrentado a la tiranía durante tantos siglos. Los libros y mi formación fueron dando respuesta a todo esto con el tiempo, pero seguía otra incógnita pendiente en la recámara que no satisfacían mis lecturas ni mis formaciones: ¿por qué la lucha por la igualdad entre mujeres y hombres es mucho más lenta que las luchas de otras desigualdades? Ahora ya tengo las respuestas de sabias predecesoras que han estudiado el tema y todas vienen cargadas de lógica y de razón. pero hay un pequeño estanque de incertidumbre aún sin despejar que llevo intentando desaguar desde hace tiempo.
Pocas, por no decir ninguna, de nuestras experiencias personales pueden servir como dato de apoyo a un argumento eficaz, pero, en ocasiones, no debemos desdeñar este tipo de prueba que, aunque a priori pueda parecer difícil de contrastar, no siempre lo es. De ahí que vaya a utlizar este tipo de arguemnto sin miedo a caerme.
Como explico con frecuencia en otros foros, soy feminista desde hace tantos años que son casi todos los que tengo, porque nací mujer, entre otras cosas. Sin embargo, mi militancia activa y continua en el feminismo no es tan antigua como mi adscripción ideológica. En el primer momento cuando quise acercarme a la militancia feminista sentí una puerta en las narices al cuestionarse mi militancia comunista, de la misma manera que en los entornos de las JJCC, que yo frecuentaba en mi juventud, se miraba con mucha desconfianza mi feminismo. La consecuencia fue que terminé optando por alejarme de ambas actividades y centrarme en otros asuntos… A nadie le importó ni nadie me echó de menos en ninguno de los campos. En aquellos años no me preocupaba lo más mínimo la patada metafórica con la que se nos expulsaba a muchas de la política. Lo que yo no sabía, porque, por comunista, había sido sutilmente invitada a alejarme, era lo que ocurría en las filas del feminismo.
Pasados los lustros, llegaron los años de grandes avances en el movimiento feminista, justo antes del último golpe troyano patriarcal, y decidí que debía abandonar mi zona de confort político y pasar a la acción. Entonces no tardé en comprobar que, la mayoría de las luchas de sable que yo había visto en la política mixta (por llamarla de alguna manera, porque también me decepcionó profundamente comprobar que en el nuevo ámbito político en el que comenzaba, el feminista, también había hombres con la misma costumbre de decirnos a las mujeres lo que tenemos que hacer) se repetían de forma muy similar dentro de las filas del feminismo. Sin embargo, las base de estas conductas es bien diferente.
La actuación del patriarcado con la mitad oprimida de la sociedad es mucho más feroz y sutil que en el resto de opresiones, originadas, según pensamos algunas desde hace casi medio siglo, en la opresión de base reproductiva que es la de los hombres sobre las mujeres. Nuestra sumisión no solo se consigue a través de la indefensión aprendida o de la coerción, como ocurre con otras opresiones de clase. El matiz psicosocial con que se nos somete a las mujeres viene con una carga de poder profunda que las feministas llamaron género hace más de cuatro décadas, para diferenciarla, precisamente, de esas otras opresiones de clase (esclavos, campesinado, proletariado…) más asociadas a los medios de producción. El género, ese lugar que la sociedad nos asigna según nuestro sexo, es transversal a las otras desigualdades sociales (y no al revés como se nos pretende hacer creer ahora) y se inculca en nuestros cerebros desde que nacemos con un complejo mecanismo de manipulación que no logran ni las más hábiles sectas.
Entre sus muchas armas de imposición de ese género entre las mujeres, una de las más eficientes del patriarcado es el terrorismo machista que sufrimos desde nuestra más tierna infancia (desde el niño que nos levanta la falda hasta el adulto que nos dirige comentarios de contenido sexual absolutamente inadmisibles en la infancia…), condicionándonos y generando una respuesta postraumática, con diversidad de grados, dependiendo de la narrativa de cada una, en muchas de nuestras acciones en la edad adulta. ¿Les suena de algo el que todas somos unas histéricas, que estamos locas…? Lo que nos pasa a todas es que todas somos víctimas, T O D A S, sin execpción. No cuatro de cada diez, ni tres de cada cinco. T O D A S; aunque no lo recojan las estadísticas, ni los ministerios, ni las instituciones al servicio del sistema feminicida. Y con esa mochila, más o menos cargada, llegamos todas también al activismo feminista.
Además, entre los mandados de género no solo se encuentra el maquillarnos, depilarnos o ponernos al servicio y atención de quien nos lo pida, sino que también está grabado a fuego en nuestro plástico cerebro, el maldito mito de relacionarnos entre nosotras con inquina y desconfianza. En más de 300 años, aunque hayamos acuñado un precioso neologismo para ello, sororidad, no hemos sido capaces de adoptar e interiorizar la fratría que sí que saben nuestros opresores utilizar siempre que es neceario. Unido esto a los profundos vestigios que recorren como surcos en nuestras comunicaciones los traumas susodichos, el activismo de mujeres podría ser una bomba de relojería defectuosa con posibilidad de estallar en cualquier ocasión. No es este el momento ni el lugar de contar todos los espacios de los que yo, que no soy ninguna estrella del feminsimo, he sido expulsada en los dos últimos años porque molesta que cuestione las cosas o no me someta a las élites, pero también está relacionado con lo mismo.
El sistema que sabe reajustarse con cada engranaje roto o defectuoso, ha sabido aprovecharse de esta circunstancia y usarla muy hábilmente. Ese discurso martilleante que las feministas llevamos oyento y repitiendo cual mantra de las buenas y malas feministas, desde aquellas que me recriminaban hace treinta años mi comunismo, pasando por las que ahora echan en cara a las socialistas no abandonar su partido tras una vida de militancia, hasta las que cancelan a feministas de labor divulgadora indiscutible por defender que se trate en femenino a un hombre con disforia que se ha sometido a todo el horror médico y quirúrjico para parecer una mujer, es el oportuno freno que surge siempre en momentos en que nuestros derechos se tambalean y peligran nuestros avances. Conste que no estoy diciendo que esté de acuerdo con estas posturas, sino que no me parece adecuado invertir ni un segundo en esos enfrentamientos.
La telaraña patriarcal se extiende invisible con mucha audacia, siguiendo los consejos de Sun Tzu con que comienzo este post, divulgando y magnificando cualquier matiz diferente ideológico o metodológico que pueda enfrentarnos a las feministas, y todas acabamos atrapadas en ella, para que, mientras, el sistema nos explique que no estamos oprimidas por haber nacido mujeres, sino por no sé qué interpretaciones imposibles de los actos de habla de Austin que vienen a decir que elegimos nuestra opresión de manera inevitable porque es una disposición natural, no un impuesto social, o, peor aún, nos quite nuestros derechos reproductivos, ilegalizando nuevamente el aborto.
Si yo tuviera el altavoz de algunas, cuánto me gustaría hacer llegar este mensaje de advertencia estratégica al mundo feminista y obligarlas a librarse por unos instantes de la dura armadura del género y mirar al enemigo real para desplegar nuestras fuerzas. Hasta que la sororidad deje de ser un término vacío y se convierta en una actitud interiorizada en todas y cada una de nuestras acciones, la lucha feminista seguirá caminando un paso hacia adelante y dos hacia atrás. A esto, entre otros aspectos, nos referimos cuando decimos que lo personal es político. El feminismo no puede ni debe seguir las huellas metódicas de otras políticas, porque su sujeto político, la mitad de la humanidad, es diferente. Seguiré soñando con dejar de recibir pedradas de mis hermanas de lucha y que empecemos a dirigir nuestros proyectiles al enemigo real.