En la literatura renacentista destacaron, por encima de otros, dos tópicos solidariamente asociados: carpe diem y collige, virgo, rosas. Invitan, literalmente, el primero a sembrar el día y el segundo a la virgen a recolectar rosas. Vienen a significar que debemos aprovechar el momento y la juventud, porque el tiempo, que vuela (tempus fugit, otro tópico asociado), todo se llevará.
Pero lo cierto es que las rosas brotan cada primavera y la siembra se repite cada ciclo (con los necesarios barbechos). Llevamos milenios cultivando la tierra y recolectando rosas. El Renacimiento, la primera infancia del Capitalismo, como movimiento cultural y artístico, no se caracterizaba por la visión colectiva del ser humano como una sociedad, como un sistema. El Renacimiento se sustenta en el idealismo y rechaza el materialismo.
Por eso, me niego a aceptar sus tópicos tan hedonistas, tan dañinos… Por eso vamos a volver a recoger rosas y a sembrar el día, y así lo seguiremos haciendo en cada momento, de manera incansable, sin agotamiento, con disciplina y a lo largo de toda nuestra vida. Por eso el materialismo y el sentir colectivo logran triunfos que perduran en las edades de la humanidad.
En relación con estos principios antirretóricos se basa mi tesis. Creo que ha llegado el momento de recuperar la sonrisa; esa sonrisa davinciana que esbozaba mi gesto fresco en la juventud cuando se me repetían los mantras rancios del machismo desde todos los sectores imaginables: familia, amistades, rojerío… Esa sonrisa que teníamos todas las feministas allá en los estertores del pasado milenio sustentada por los grandes avances de nuestra lucha en las postreras décadas. Todas éramos unas Giocondas seguras que sobrevivíamos impasibles en una España que cargaba con esa mochila casposa franquista que se metía en cada rincón de nuestras existencias: desde el novio chungo que nos ignoraba los domingos y se enfadaba si lo llamábamos cuando su equipo metía un gol hasta la madre impasible que imponía horas de recogida en la cárcel-hogar extremadamente más tempranas que a los varones, pasando por el empresario que gritaba iracundo al teléfono por haber perdido su tiempo llamando para un trabajo a una mujer que no había indicado su sexo en un anuncio solicitando empleo.
El espejismo patriarcal bien orquestado de los primeros pasos del siglo XXI nos mantuvo entretenidas creyendo que la lucha de las mujeres estaba a punto de empezar a conocer algo parecido, si no al éxito, sí al reconocimiento. Creíamos, ilusas, que ya había llegado el esperado momento en que nuestra causa, aunque no compartida, empezara a gozar el mismo respeto que otras reivindicaciones igual de dañinas para el sistema, como la lucha obrera, por poner un ejemplo de otro fracaso estrepitoso de la lucha de clases. Las feministas españolas sentimos la emoción del futuro en cada poro de nuestra piel cada 8 de marzo que las calles se inundaban de mujeres que finalmente habían dicho “basta”. Cuando se paraba el país y los colores se le salían hasta el más férreo defensor de nuestro martirio milenario…
Hasta que un ligero tufillo empezó a emanar del hermoso regalo griego en medio de nuestra plaza principal. Los orines y deshechos corporales de los soldados escondidos en él empezaron a delatar la trampa de aquel gigante caballo de madera hermoso que queríamos honrar como monumento de la victoria lograda. No supimos ni cómo, pero nos vimos en una misma manifestación, en el día de la defensa de la igualdad real entre ambos sexos codo con codo con el lobby proxeneta pidiendo la despenalización de su barbarie. De pronto, empezaron a surgir como hongos, por todos los rincones más remotos del feminismo, una serie de personajes que, hasta el momento, habían defendido de manera muy ostentosa y, sobre todo, muy mediática, los postulados feministas más clásicos, introduciendo un discurso cuyas bases contradecían hasta el absurdo los principios más básicos del ideario feminista, disfrazadas de purpurina y amenizadas con batucadas festivas muy convenientes y enlazadas con aquel hedonismo renacentistas de los orígenes del capitalismo que recuerdan las primeras de estas líneas.
Cuando nos quisimos dar cuenta los soldados griegos estaban ya por todas las calles de Troya, en todos los rincones, aniquilando todas y cada una de nuestras fuerzas. De pronto la prostitución y su versión filmada, la pornografía, ya no eran la forma moralmente aceptada de la violencia sexual contra la mujer con la que el patriarcado nos mantiene aterrorizadas, sino una fantástica elección para cualquier niña o mujer. Nuestro papel en la reproducción humana dejó de ser la causa y origen de nuestra opresión para convertirse en un privilegio que debemos compartir y dejar usar y disfrutar a quien lo exija, y la ley ha de permitir la mercantilización reproductiva y compra-venta de bebés. Las mujeres ya hemos dejado de existir, porque el binarismo sexual es un constructo social y la realidad es que tenemos una naturaleza que nos prepara para nuestro verdadero papel: cuidar (Monederus dixit) y esa naturaleza puede estar dentro de un cuerpo de mujer o de cientos y miles de cuerpos de hombres… Pronto el aborto podría dejar de ser un derecho, si se aprueba la barbarie de la legalización de la explotación reproductiva y la violencia contra nosotras más explícita, la que ejerce el individuo arropado por una estructura que arregla todas las cartas a su favor, la tan mal llamada violencia de género y que muchas preferimos llamar violencia contra las mujeres, violencia patriarcal e incluso violencia machista, dejará de tener ese viso estructural y será el producto de una naturaleza masculina que reside en el alma y que no se puede evitar.
El golpe ha sido duro, brutal y de magnitud difícil de calcular. Sin embargo, no nos ha retrotraído tan atrás como imaginamos. No nos ha llevado a los tiempos de mi abuela, ni siquiera a los de mi madre (que la tierra les haya sido leve a ambas). No es muy diferente lo que ocurre ahora de lo que se vivía en los ochenta y los noventa, cuando las feministas éramos tildadas de burguesas, derechistas, reprimidas, odia-hombres, antinatura, destrozadoras de familias…, dependiendo de donde vinieran los golpes (izquierda o derecha). Estamos en el mismo sitio en el que escuchábamos al padre decir que las mujeres no servíamos para dirigir una empresa ni los hombres para cuidar bien a un niño y al compañero de las Juventudes Comunistas afirmar paternalistamente que el feminismo no tenía ningún sentido desde el punto de vista marxista, porque separaba la clase trabajadora… Estamos ante el mismo discurso, solo que ahora se ha disfrazado de feminismo.
Por eso quiero y deseo que recuperemos la sonrisa de suficiencia de Mona Lisa con que acompañábamos nuestro mensaje en aquellas épocas en que muy poca gente estaba realmente dispuesta a escucharlo. Volvamos a hacer firmes nuestros pasos y recuperemos la entereza que esta horrible embestida ha dejado tambaleando. Miremos al pasado para recuperar las armas que entonces eran eficaces porque aún las necesitamos y paremos la barbarie que hay detrás de todo esto, que es la nueva eugenesia del transhumanismo que se introdujo oculto en un regalo en nuestras calles para terminar con la lucha de las mujeres y, también, cómo no, hay que decirlo, de las personas LGB.
Volvamos a sonreír con condescendencia al mirar al compañero comunista, al padre, al amigo, mientras decimos, una vez más: “eso es SOLO tu opinión, que vale tanto como la mía” y a seguir luchando por llevar paz a todas las mujeres del mundo.